El verdadero creyente

El verdadero creyente

El verdadero creyente honra a su Dios cuando ama al prójimo

Hoy nuevamente nuestro mundo está siendo sacudido por movimientos religiosos, que pretenden imponer sus ideas y creencias en forma violenta y despiadada, a través de persecuciones y matanzas entre los pueblos.

Ningún grupo religioso puede legitimar su fe en un Dios santo y bondadoso, apelando a la violencia, a la violación y destrucción de territorios y vidas humanas. Todo accionar violento del hombre atenta contra el propio hombre y sus derechos como tal, y contra el ser Supremo. De tal modo, todo fundamentalismo no es más que una grosera desviación del propósito mismo de toda verdadera religión: la paz y el amor entre los seres humanos. Toda religión que no pretenda la paz entre los hombres, que propenda a la destrucción del prójimo, que intente conquistar sin las sabias palabras de la persuasión, por medio de la fuerza como recurso legitimador, que esté enredada en oscuras prácticas deshumanizantes, no merece siquiera ser tenida como religión.

El cristianismo es Cristo, y Cristo es amor. No hay lugar para la intolerancia, el desacato y la muerte. Todas las enseñanzas de Cristo se oponen a la destrucción en todas sus formas. Por eso, en contra de los judíos zelotes que esperaban un líder revolucionario, Jesús enseñó a poner la otra mejilla. En oposición al apóstol que le cortó la oreja a un siervo del sumo sacerdote en ocasión del arresto de Jesús, el Señor no sólo les pidió a sus discípulos que guardasen sus espadas, sino que le restauró el miembro dañado.

Todo el ministerio de Jesús instó a instaurar el amor de Dios en la tierra. Jesús no sólo no produjo violencia para con la legislación judía, ya que él leía sus Escrituras, a pesar de que los fariseos le tenían por enemigo, por no comprender el significado profundo que Cristo revelaba en ellas, sino que tampoco produjo ningún daño al dominio Imperial, ya que enseñó a dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

No sólo no enseñó la violencia como medio de emancipación de los pueblos oprimidos, sino que él mismo fue objeto de violencia, de incomprensión por el resto de sus contemporáneos. Quien venía en nombre de Dios y era la Vida de todos los hombres, recibió de parte de ellos la indiferencia y el desprecio. Aun así, en los momentos más difíciles, cuando tuvo que enfrentar la muerte, a punto de expirar, oró al Padre para que perdone a todos los hombres por su ignorancia.

Ningún fundamentalismo, ya sea de fe o de razón, si se sirve de otros recursos que no sean la persuasión por la palabra, en pro del libre consenso o adhesión de los hombres, puede ser humana o divinamente validado. Los verdaderos combatientes son aquellos que destruyen con amor el odio, con paz la violencia, con respeto la intolerancia, con sabiduría la ignorancia, con humanidad la deshumanidad, con espiritualidad la pura cosificación de la vida.

No es posible hablar del amor de Dios, de valores trascendentales, si se estima al que piensa distinto como un enemigo que debe ser acallado por la fuerza violenta de las armas. Jesús enseñó a amar, bendecir y orar, incluso, a los enemigos:

“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:43-45).

Toda la enseñanza de Cristo se opone a ejercer la violencia en cualquiera de sus formas. Muy por el contrario, desafía al hombre a amar siempre, en todo momento, sin importar la ideología política, filosófica o religiosa que tengan los hombres. En el amor no hay discriminación posible. Lo único que no está permitido es no amar. Por eso, San Agustín podía decir: “Ama et quod vis fac” – Ama y haz lo que quieras; “Amor omnia vincit” – El amor todo lo vence.

Sólo cuando se ama verdaderamente se puede hacer lo que uno quiera, pues no habrá un querer que no coincida con el deber del amor incondicional. Y como el amor todo lo vence, tal como lo ejemplificó el Señor Jesús en la cruz, busquemos llevarlo a la práctica y desterremos toda sombra de odio hacia los demás. Jesús venció el desprecio con amor; hagamos nosotros lo mismo.

Claudio G. Barone
Prof. de Filosofía (UBA)

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