Hace unos años vi un pesebre de Belén de barro, muy original, que me llamó mucho la atención. Original por lo realista que era. Si no recuerdo mal, se veía a José construyendo con su serrucho una cuna, mientras la Virgen María estaba acostada con el niño a su lado y una comadrona recogía los utensilios que se habían usado en el parto.
¿Verdad que eso no es lo común en los pesebres corrientes?
Estamos más bien acostumbrados a ver a un José de pie, apoyado inmóvil sobre su cayado, un niño tendido sobre las pajas, descubierto y con poco aspecto de recién nacido, y una Virgen María sentada, en actitud de oración y con una aureola de santidad, que destaca también sobre las cabezas de José y del niño Jesús. ¿De veras creemos que esa fue la estampa que se encontraron los pastores que acudieron a ver al recién nacido? ¡Que le digan a cualquier madre si a las pocas horas de dar a luz una mujer puede estar sentada como si nada, recibiendo a los visitantes! El pesebre aquél de barro reflejaba con más fidelidad la Historia de la Navidad que otros.
Pero esta imagen tan irreal que siempre han presentado los pintores en sus cuadros y los belenes navideños nos plantea un problema: podemos llegar a pensar que el nacimiento Virginal de Cristo es un mito, una leyenda que no ocurrió en realidad. Que la Historia de la Navidad no es historia, sino cuento. Y nada más lejos de la intención de los evangelios que contar el nacimiento del Mesías como un cuento. “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos…eso os anunciamos”, dice el Apóstol Juan (1° Juan 1:1,3.).
Jesucristo fue un hombre de carne y hueso, sin aureolas de santidad en la cabeza. Su alumbramiento debió ser tan traumático para él y para su madre como lo ha sido para cada ser humano. No fue un ermitaño extravagante, sino que trabajaría de carpintero, hasta que llamó a sus discípulos a dejar sus redes y seguirle. No fue una aparición que habló con voz de ultratumba, sino un hombre accesible, al que acudió aquel centurión que no se veía digno de que Jesús entrara a su casa, pero cuyo hijo fue sanado por una palabra de Él. No era un místico apartado del mundo, sino un pastor cercano a sus ovejas, que se desvió adrede de su camino a la ciudad de Sicar para encontrar allí, junto a un pozo, a la pobre mujer samaritana y charlar de sus problemas. No fue un ser distante, sino el maestro cercano que enseñaba en las playas o en las casas y al que los niños se podían arrimar.
¡Pero cuidado! Que Él fuera un hombre de carne y hueso como los demás no quiere decir que fuera igual que los demás. Él fue un hombre singular, único. Pero no por su aspecto. Fue singular porque nació en Belén (el pueblo donde estaba profetizado que nacería el Mesías), y vino al mundo en el seno de una virgen. Se hizo evidente que era un hombre excepcional por sus milagros, hechos a la vista de cientos de personas, sin trucos. Fue diferente a todos los demás en que nunca nadie pudo reprocharle una mala conducta, y con toda autoridad les reprochó Él a los sacerdotes y gobernantes de su tiempo. Ningún otro hombre ha podido como Él anunciar el tiempo y la forma en que moriría. Y, sobre todo, fue un hombre singular porque resucitó de los muertos, dando así coraje a los suyos (que le habían visto colgado en una cruz) para salir a la calle y predicar con osadía el evangelio.
En definitiva, Jesucristo no fue una figura mítica de la que no quedó más rastro en la historia que unas leyendas. No, sino un hombre real que nació y murió en lugares concretos de Palestina, y que hizo una mella en la historia como ningún otro hombre, ¡hasta el punto de partir la historia en dos!
Así que la Navidad no es solo una historia, la Navidad es historia. Es el relato de lo que ocurrió hace 2000 años en un pueblo en Palestina. El hecho más importante de toda la historia humana. Que Dios se hizo hombre para salvar a los hombres. Que el inmortal se hizo mortal para morir por ti y por mí en una cruz, y así pagar el precio de nuestra paz con Él.
Adaptado por Pr. Roberto Góngora.