Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón. Lucas 2:7
Ante un recién nacido siempre sentimos cierta emoción y admiración. Así sucedió con los pastores cuando Jesús nació. Ellos habían sido advertidos por un ángel que el niño que iban a encontrar acostado en un pesebre de Belén, la ciudad de David, era el Salvador, el Cristo, el Señor. Al verlo se maravillaron y glorificaron a Dios.
Sentimos la misma admiración al leer este pasaje. Estamos ante una belleza sublime, pero no podemos penetrar en el misterio de este nacimiento. Dios tenía que hacerse hombre, según las profecías, es decir, pasar por el proceso que vive todo hombre desde el nacimiento hasta la edad adulta. El misterio de Belén, el niño Jesús, es la manifestación de un hecho único que sobrepasa todo conocimiento humano: la encarnación de Dios, es decir, Dios hecho hombre. Jesús es el Hijo de Dios. Es la base de la fe en Jesús, el Salvador del mundo. Jesús es plenamente hombre y plenamente Dios.
El hecho de que Jesús se haya rebajado de tal modo que se lo conozca como “el niño de Belén”, o “el hombre crucificado del Gólgota”, no se opone al hecho de que sea el Todopoderoso. Al contrario, Jesús, el Hijo de Dios, es la verdadera revelación del poder y del amor divino.
¡Qué bella prueba de amor por parte de Dios: vino a vivir entre los hombres bajo la forma tan frágil de un recién nacido! La encarnación de Dios es el camino del amor divino hacia el hombre. Para nosotros es un motivo de adoración: Jesús, “el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14).